lunes, 27 de marzo de 2017

ADICTA

Soy adicta. Asumida y diagnosticada.
Hoy fui a visitar a una doctora como una devota desesperada visita a su santo, y como tal, confesé todos mis pecados, o al menos los que se deben confesar al médico.
La doctora me recibió con su delantal blanco, abriendo la puerta de su consulta y me sonrió amablemente. En ese momento supe que realmente debía confesarlo todo, no podía mentirle a alguien que sin decir ni una sola palabra ya me había hecho sentir bien. Me invitó a tomar asiento frente a ella y me preguntó dulcemente qué era lo que me traía por ahí.
-Soy adicta al chocolate -hubo un silencio que me invitó a continuar hablando: además, creo que tengo varios problemas hormonales porque las pastillas anticonceptivas debo cambiarlas cada seis u ocho meses porque mis ciclos menstruales se descontrolan. Necesito que investiguemos qué es lo que ocurre con mi cuerpo. Vine a verla a usted porque mi papá y mi mamá también son pacientes suyos y la adoran, dicen que usted es una buena doctora.
-¿A qué te dedicas? - preguntó ella con una paz que me impulsaba a creer que de verdad me encontraba frente a una santa.
-Trabajo en una universidad -respondí sin muchas ganas de seguir hablando del tema.
-¡Ah! haces clases -insistió ella.
-Mmmm, si, entre otras muchas cosas que tengo que hacer por mi cargo.
-¿Y te gusta?- mi cerebro rápidamente intentó recordar si había pedido hora para una internista o una psiquiatra. Recordé bien que era una internista, pero me sentí aliviada al sentir que podía estar con una psiquiatra, además de ahorrarme la consulta con ese especialista, me estaba abriendo el camino para poder desahogarme.
-Hacer clases sí, todo lo demás, no. Estoy harta. Quiero hacer otras cosas.
-¿Qué cosas?- en ese momento quise salir corriendo, porque mi respuesta haría que siendo psiquitra de verdad quisiera encerrarme en un manicomio, con camisa de fuerza y todo.
-Quiero dedicarme a escribir.
-¿Qué?...¿Quieres escribir libros o algo así?

Comencé a sentirme incómoda. Ya quería salir rápido de la consulta, con un diagnóstico claro acerca de todo aquello que me impulsa a comer chocolate como condenada y de mis problemas hormonales. No entendía adónde quería llegar la Santa Doctora con todas sus preguntas. Supongo que estoy acostumbrada a las atenciones expres que dan los médicos de hoy en día en esos conglomerados de salud, donde te cobran un ojo de la cara sin ni siquiera haber intentado mirártelos mientras te diagnostican. Ni siquiera te hacen sentir que les importas, o que al menos, les importa tu salud.
-Sí, eso es lo que me gusta hacer. Estoy comenzando ahora. Publiqué un cuento hace un tiempo atrás y espero algún día poder escribir una novela, o algo así.
Omití la parte en que siempre digo que me muero de miedo de tomar la decisión de una vez por todas de hacerlo, de dejar a la ingeniera comercial y ser una escritora. La Santa Doctora inhaló y exhaló relajadamente y comenzó a recitar lo que probablemente se transformará en un diagnóstico:
-Generalmente, las personas ansiosas son las que caen en adicciones. Probablemente tú estés con un alto nivel de stress y ansiedad. No intentes dejar el chocolate de una sola vez, por nada del mundo. No puedes hacerlo, eso sólo te haría comer tres chocolates después de haber logrado no comer en un día.
En ese instante creí escuchar a Dios, que piadosamente me aceptaba como una enferma a la que estaba dispuesto a sanar, porque entendía que lo mío era algo superior a las fuerzas humanas. Por fin, un médico, un ser al que uno le paga para que de verdad le ayude a sanar, estaba haciendo su trabajo con vocación y entendimiento. La consulta se llenó de luz cuando continuó hablando:
-Cómprate un chocolate grande y cada día cómete un cuadradito. Pero no hagas nada más que el acto de sentarte a comer ese trozo de chocolate, a solas. Aprende a disfrutarlo.
Cuando Dios o el Universo, o lo que sea la fuerza superior que nos gobierna nos habla, pareciera que nuestro cerebro comienza a hacer sinapsis de una forma diferente. Parece que realmente logramos ser honestos con nosotros mismos y vemos todo con una claridad que extrañamente no alcanzamos en lo cotidiano. Sentí que unas palomas blancas salían volando por debajo de la silla al mismo tiempo que yo brillaba de una manera celestial y mi cuerpo, medianamente bien mantenido (pese a mi adicción), se sostenía en la silla. Por fin, estaba viendo la luz al final del túnel. No esa luz de la muerte, sino la luz que te muestra el camino de la felicidad.
La Santa Doctora no tiene idea de que yo ya salí casi curada de mis males de su consulta, con un mamotreto de papeles que indican que debo someterme a un montón de exámenes para encontrar la razón biológica que me conduce a consumir chocolate y azúcar y que además, alteran mi funcionamiento hormonal. El mensaje divino es claro: debo dedicarme a ser feliz. Ser feliz, en mi caso, consistiría en transformarme en una escritora, viajar por el mundo y encontrar el amor. O mejor dicho, que el amor me encuentre a mi. O bueno, las dos cosas.

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