miércoles, 20 de mayo de 2015

La pega me pega

Quería meditar, pero no lo logré. Figuro echada en mi cama con un plato gigante de espinaca nadando en jugo de limón. La ansiedad me está matando. O el estrés. O todas las anteriores.

Me prometí acostarme temprano. Tomarme el relajante muscular que me recetaron para el dolor de las articulaciones de cadera y descansar como corresponde. Mañana me espera una jornada laboral siniestra.

La rutina me tiene agotada. Añoro los días de febrero cuando andaba paseando por Italia. Siento nostalgia de levantarme, agarrar el mapa de la ciudad de turno y marcar cada punto que quero visitar. Caminar, entrar a un museo, luego a un palacio, para después seguir caminando y parar a descansar en un parque y luego ir a buscar un restorán para comer gnocci o pizza con una copa de vino rosso. Seguir caminando. Volver al hotel, tomar un libro y leer, o agarrar mi cuaderno y escribir, o comunicarme con el guapo brasileño que conocí en Milán y planear nuestro reencuentro en algún otro lugar de ese exquisito país...

Sigo acostada en mi cama mirándome la punta de los pies, abrigados con calcetines de lana. Eso me hace sentir bien, hasta que me acuerdo de mi jefe; ese individuo canoso y de chocleros separados,  al que le tirita la cabeza como perro de taxi, cada vez que trata de contener lo que sería una pataleta frente a una trabajadora como yo, que no lo respeta mucho. Hace unos días tuvimos una discusión y le dije que era un insoportable. Me siguió hasta mi iluminada y cálida oficina, cerró la puerta y se sentó frente a mí para responder ante mi insolencia: “No había querido hacerte saber esto, pero yo soy el jefe ahora y si te digo que me mandes algo por escrito, lo haces y punto”. Obvio que no supe quedarme callada y le pregunté: “¿Jefe de qué?”, en el tono más burlesco que me ha sonado en años. No supo responder y se puso de pie muy nervioso, estiró hacia abajo su chaleco azul marino y salió rojo como un tomate, no sé si de vergüenza o de rabia.

No entiendo para qué me pide que le mande las cosas por escrito si ni siquiera las lee, o quizás las lee, pero no las entiende. Me hace trabajar 3 veces por temas que él debería manejar hábilmente: una es cuando le explico, luego cuando le escribo y finalmente, cuando le vuelvo a explicar.

La espinaca no fue suficiente. Acabo de abrir un chocolate, 70% cacao para no seguir rompiendo la dieta tan descaradamente. De las 3 velitas que prendí en mi altar para meditar, una ya se apagó. Decidí tomarme ahora la pastilla, porque o si no, mañana no despierto con nada.

Cuarenta y cinco horas semanales de trabajo por 49 semanas, versus 3 semanas de vacaciones al año, es una contienda desigual. Debería ser más equitativo, pero no necesariamente en plata… La plata que gano en la universidad me alcanza para vivir bien. Tengo para cubrir mis gastos de salud, comida y casa. Con un poco de deuda, si, pero ¿qué tiene? en Chile todos nos endeudamos, y al menos para mí, todo vale para poder salir nuevamente por un mes fuera de esta franja de tierra y sentir esa maravillosa sensación de saber que llegaron las vacaciones, desconfigurar la recepción de e-mails del trabajo en el celular, y no dejar pasar más de un día sin tomar un avión o lo que sea que me lleve lejos.

Andaba riéndome sola los días antes del viaje a Italia. Disfruté armar y desarmar la maleta horas antes de partir al aeropuerto, queriendo seleccionar solo lo esencial para el viaje. No podían quedar afuera un par de libros que llevaba más de un año tratando de terminar de leer, la cámara y mi diario. Iba a llevar también una bicicleta plegable amarillo flúor que había comprado especialmente para el viaje, pero me vi arrastrando mi maleta y la caja con la bici y me arrepentí.

El chocolate está exquisito. Calma mi ansiedad al recordarme que de las 49 semanas de trabajo ya quedan bastante menos para las tres de felicidad.

Recuerdo bien la época en la que me rebelé contra todo y escondí mi cartón de ingeniera comercial en una caja fuerte. Comencé a dedicarme unos días de la semana a atender una tiendita en barrio Italia y otros, a garzonear en un café. Nunca fui tan feliz trabajando de lunes a lunes y teniendo tiempo libre para practicar yoga, leer, escribir, irme de fiesta, dormir lo suficiente y disfrutar mi pega... Claro, la decisión no fue tampoco tan libre. La empresa donde trabajaba me impulsó: no me renovaron el contrato y me dejaron de patitas en la calle. Ya lo había intentado en otras empresas, hasta que finalmente descubrí que cerrar negocios, no era algo para lo que estuviese preparada.

Hasta que apareció la docencia. La única alternativa en la que el cartón saldría de la caja fuerte. Y aquí estoy, depositada en mi abrigada camita, pensando en los exámenes de grado que debo corregir, las clases que debo planificar y los alumnos con los que debo conversar acerca de su rendimiento.


A mi chocolate amargo con frambuesa le faltan tres cuadritos de ocho. No lo terminé porque me tenté con un alfajor de galletas de arroz bañadas en chocolate sin azúcar y relleno con una pasta que simula ser dulce de leche, es sin gluten. Lo había dejado al alcance de mi mano para no tener que levantarme. Lo importante, es no seguir rompiendo la dieta tan descaradamente.