lunes, 27 de abril de 2015

Nacida a los 30

Nunca imaginé que a los 30 sería como soy ahora. Y me prefiero como soy ahora.

Soy el triunfo de la niña inquieta y chascona sobre la matea que responde todo bien en el colegio. Me transformé en una tremenda mujer de metro y medio y de ojos grandes para ver mejor el mundo que descubro por mi propia cuenta. Cambié el uniforme y los zapatos, por mi ropa de colores y mis zapatillas gastadas, aunque cuando me esmero me pongo un vestido y me pinto los labios virginalmente de rojo pasión.

He jugado con la dualidad por muchos años: la niña estudiosa versus la revoltosa. La mujer perfecta versus la libre, la real. La ingeniera: el deber versus el querer.

No sé si se tratará de un efecto generacional o qué, pero aquí estoy y extrañamente más que nunca comienzo a sentirme como una recién nacida. Quiero hacerlo todo. Como cuando entré a pre kínder: jugar, disfrazarme, y aprender. Hoy usaría esa misma mochilita azul con rojo y amarillo, para echar lo justo y necesario para un viaje por cada rincón del planeta. Esa mochila era el mundo para mí. En ella guardaba mis cuadernos y lápices de colores. No necesitaba nada más. El resto venía dado por los compañeros de aventuras. Cada día algo nuevo, que terminaba casi siempre con un nuevo atuendo porque me entretenía tanto en mi mundo que siempre me hacía pipí porque no podía perder el tiempo yendo al baño.

Un par de años después, luego de mi primer día de clases de Primero Básico volví indignada, “Princesita de luna, ¿por qué estás tan enojada?” me preguntó mi mamá. “Es que no aprendí a leer… ¡Tú me dijiste que en Primero Básico aprendería a leer ¡y sigo siendo la misma que soy ahora!”…Pasaron los años y aprendí a jugar el juego del colegio. Me convertí en la mejor compañera, la más destacada, y en la más participativa y solidaria. Solita hacía todas mis tareas y era extremadamente responsable. Pero apenas todos mis cuadernos estaban al día, ponía mi cassette de Gloria Trevi, me paraba el pelo, me vestía con mis ropas rotas y bailaba y cantaba al ritmo “Pelo suelto”.

Los cuentos de princesas hoy los entiendo como “un pasado”. Como algo que ya viví. Como una realidad difusa de un pololeo de kínder y posteriormente un romance de cuatro años que tuve a los 15. Por este mismo romance renuncié a irme de intercambio a Florencia y me esperancé con un matrimonio, hijos, perro y una vida tradicional… Hoy ya sé que no habríamos prosperado.
El matrimonio ya lo archivé. Dejó de ser una opción hace mucho tiempo. Cuando descubrí que quiero ser una mujer, antes que un maniquí con aspiraciones de princesa, que adelgaza de los puros nervios y que se gasta todo su sueldo en un vestido con el cual podría comer durante meses ¿Esposarse? No, gracias. Me quedo con los asuntos serios. Con los compromisos de palabra y con el “seguiremos siendo felices para siempre”, porque si la justicia es ciega y Dios está en todas partes ¿para qué necesitamos firmar papeles?

Durante 7 años vi a mi mamá llorar cada fin de semana porque mi papá andaba por ahí, dándoselas de súper héroe con otra familia y nos dejaba solos. “Vámonos de acá, yo lo amo y no va a dejar de ser mi papá, pero por favor sepárate”. Le decía yo. Para mí este cuento ya está bastante añejo. El rey no hacía feliz a la reina, porque existía una bruja maquiavélica que lo maniobraba. La culpa era de la bruja y de las leyes civiles y de la iglesia. Todavía logro escuchar a mi mamá. Escucho su voz cansada, casi apagándose, tratando de explicarme que en ese momento no era un buen momento para separarse. “Apenas él se recupere de toda esta mala racha me separo”. No lo hizo. Incluso a costa de penurias, lo soportó. Hubo momentos en que inclusive no teníamos nada para echarle al pan, pero pese a eso, a todo su dolor, decidió acompañarlo en las buenas y en las malas. Por suerte (o por amor de verdad) hasta que él se dio cuenta de que finalmente la compañera que estaba a punto de perder valía más que la bruja.

Hacer un matrimonio es un trámite, y deshacerlo, aún peor. Por eso creo que tal parafernalia y la separación siempre tienen que ver más con satisfacer a los que están mirando, que a uno mismo. El valor del compromiso no está en los documentos, sino en lo que se construye.

Creo en el amor y a pesar de que ya sé que los cuentos son solo eso, o sea cuentos, seguiré siendo la misma romántica que soy ahora. Pero sin casorio, a menos que sea a mi manera. Se me viene a la mente la voz de mi abuela a sus 84 años diciéndome “ya he vivido tanto que estoy cansada”…La verdad es que a esa edad y considerando su estado físico y mental, yo esperaría vivir al menos unos 20 años más.


Hoy tengo la claridad de ser lo que quiero ser y no lo que debo ser. No tengo nada planeado más allá de un año. No tengo culpas ni fracasos. Si algo cambia y lo encuentro mejor,  entonces para allá iré y eso es todo.